Por Agustina Seco y Guido Suárez
En el día de la fecha, en marco de conmemoración del Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos, recordamos el primer genocidio del siglo XX, sufrido por el pueblo armenio a manos del Imperio Otomano, 103 años atrás.
Para motivar la reflexión, se realizó un acto donde pudo verse el templo pintado con un halo de pétalos violetas, esparcidos por el suelo, a modo de camino hasta los asientos. Tres velas iluminaban el escenario, dando un ambiente de recogimiento, mientras se escuchaban, de fondo, violines tocando melodías armenias.
“¿Cómo se llora a un millón y medio de muertos?, ¿cuántas velas se encienden?”, fue la frase de Elie Wiesel, que utilizó la profesora de comunicación, Virginia Himitian, para comenzar este emotivo acto preparado por los alumnos del colegio que tienen ascendencia armenia, Eugenia, Jacco y Jasmijn Griffioen, y Agustina Bedrossian.
Acompañando esta conmemoración, sentadas en un living se encontraban Agustina y Eugenia, recordando las historias de sus ancestros.

Agustina Bedrossian y Eugenia Griffioen leyeron fragmentos de Hayrig I
Agustina tiene 15 años, la misma edad que tenía su bisabuelo Agop cuando le tocó enfrentar el momento más difícil de su vida. A su corta edad tuvo que soportar el dolor de la pérdida de su familia, viendo como mataban parte de ésta. Malherido, Agop fue dado por muerto y arrojado a un pozo donde sólo se respiraba muerte. Esperó hasta que fuera de noche, logró sacarse algunos cuerpos de encima y escaparse. Luego de hacerlo, Agop fue a buscar a su hermano menor, Ardashés. Lo encontró junto a muchos cadáveres, uno de ellos era el de su madre. El pequeño decidió rechazar la libertad y quedarse con la mujer que le había dado la vida, dispuesto a morir junto a ella. Agop nunca más lo volvió a ver.
Mientras transcurría el acto, Eugenia nos contó que Eduardo Bedrossian, abuelo de Agustina, escribió varios libros sobre el genocidio armenio, entre los que se encuentran Hayrig I (hayrig, significa papá en armenio), Hayrig II y Memorias para no olvidar, en los que relata el recorrido y la historia de su padre Agop y el dolor y el sufrimiento del pueblo armenio.
Las chicas compartieron algunos fragmentos de Hayrig I, mientras de fondo se escuchaba Anush karún, canción favorita de Agop.
“Mi madre, aquella reina de nuestro hogar, había planeado su muerte para que viviéramos. ¿En qué momento había tomado esa determinación? ¿Qué perverso plan nos empujaba a la locura? Aún así, sobrevivía en medio de la muerte el amor materno, invalidando aquello de que nadie es héroe para sus íntimos. La vi tiritando mientras abrazaba al más pequeño de sus hijos. Yo lloraba ocultamente, sin dejar de mirarla. Quería no existir, pero seguir allí, con ella. Quería arrojarme a los pies de mi madre para besarle sus plantas heridas. Pero tenía que mostrarme fuerte. Era el hijo mayor” (página 166).
“Una tarde se acercó una anciana andrajosa. Casi no tenía dientes, lo que atenuaba en parte su rostro cadavérico. Era de nuestro pueblo. ‘Hijo, hemos llegado al final. Ya no me queda futuro. ¿Cuántos años tienes?’, me preguntó Nazik. ‘Quince’. ‘Yo estoy cerca de los ochenta’. A veces creo que otro vivió en mí sin avisarme. Ahora soy yo quién está aquí. El otro no sé dónde quedó’. ‘…Cuando era joven no creía en la muerte. Ahora morimos cada día. Un instante sobra para acabar el trabajo de toda una vida’, dijo sin mirarme. …‘No debes morir”, dijo con resolución. Quedé sorprendido. ‘Sobrevive’ repitió como una madre a su bebé. ‘Depende de ti. Estamos en tus manos, más que en la de los turcos. De ti, de cada joven depende nuestra inmortalidad. No permitas que la tierra oculte nuestra sangre. Cada sobreviviente será una victoria. Nuestro pueblo será como un árbol talado que antes de morir, arroja una semilla de vida sobre la tierra’” (Pág. 146-147).
Para finalizar el acto, Virginia Himitian nos despidió con estas palabras: “Si quieren, cada uno puede recoger uno de los pétalos violetas que está en el suelo, para que le sirva de recordatorio. Ciento tres veces no me olvides”.
Fotografía: Guido Suárez